Las miradas del señor y la señora
Las miradas del pirata cojo y el marino joven
Las miradas del altruista, del egoísta, del pasado, del paupérrimo, del santo
Las miradas del nombre falso y del apellido inventado
Las miradas del hombre enamorado, del marido harto, del viudo alegre, del hombre divorciado, todos congruidos por la misma acera, por la misma calle, que también los mira
Las miradas de la novia plantada, de la madre que llora, de la niña que juega, de la viuda que baila porque el marido muerto, le había dejado sin dinero pero con juventud
Las miradas de los militares, los policías, los consortes y los delincuentes, todas por esas avenidas que mira lo que otros mienten
Las miradas de espejismos refractados con sombras pluridistantes maravilladas por la realidad de sus pasados y la inquietud de sus futuros
Los breves espacios donde echan un vistazo para evitar ser vistos, los que duermen en las iglesias entre el calor de las gradas de piedra y el beato de la cúpula
Las miradas angustiantes
Las miradas combativas
Los que se les da por mirar lo que no existe
Los que miran sin ser vistos
Las miradas de un tahúr, de una mañana, de una madrugada en el mismo lugar, donde cambia la luz y la posición de las cosas, aunque no se mueva del mismo sitio, el que mira
Las miradas escondidas en las cobijas después de una noche de amor de los amantes, de costumbre de los casados, del sexo de los desconocidos
Las miradas descritas a diario por los que se dan cuenta por unos instantes que están vivos y que hay multitud en la travesía, y corren para escapar de la realidad
Las miradas dolorosas y descubiertas por tu cuerpo, por el mío, por los dos
Las miradas que saben ser pecadoras y que se disimulan por cáliz y cruces, por jamases encontrados.
Las miradas que se desequilibran y llegan a tener el caos por completo, la tesis de los depravados, el llorar para dejar de tener miedo
Las miradas que te regalo el destino, una tarde, o una noche, en que el silencio se fue hacia el destello quebrantado de las quimeras, para abrir el vidrio, com pedradas y a besos, dejando acostado un abismo trastornado que desbarranca nuestros espejismos y al cual nos lanzamos queriendo el orgasmo que no conseguimos vivos, y que lo buscamos en el trayecto corto pero precioso del precipicio hasta el suelo, para sentirlo antes de estar muertos
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