INVESTIGACIÓN EN UN LENGUAJE PROPIO

Abordamos temas sociales, donde el espectador es un personaje más en la obra.
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ABBY QUITO Y OSCAR VANGELIZ

Somos un grupo multidisciplinario que abarca temas sociales para sus creaciones.

NUESTRO TRABAJO

Investigamos diferentes técnicas para crear un lenguaje propio, hacemos que el espectador se un participe activo en cada obra.

VIVIR EN EL ARTE, NO DEL ARTE.

El teatro es un hecho unico e irrepetible que hace que el espectador viva sensaciones y emociones.

viernes, 26 de noviembre de 2010


Cuento corto para gente normal

Cierta noche, cuando el escritor llegó cansado de un dia repleto de nuevos apuntes para su proxima obra, una llamada telefonica le anunció que debia terminarla rapidamente la obra, sino, no la publicarian.

Luego se cortar y tirar el telefono sobre la cama, se encontró con una sorpresa en su mesita de luz: Uno de las novelas que por la noche leia, habia crecido de volumen.
Sorprendido, se acercó tirando su bolso sobre el escritorio mezclando los nuevos borradores con aquelloso que se apilaban alli. Tomo el libro en sus entre sus manos y lo abrio. Se dió cuenta de que se habian agregado mas de 20 capitulos nuevos y la tipogorafia habia crecido de tamanio.
Sin darle mucha importancia, dejo el libro en su lugar y se recosto para dormir hasta el proximo dia.

Durante la noche, se levanto aturdido por alguna pesadilla, camino al banio, bajo la tapa del inodoro y se miro al espejo. Pero no observaba su rostro,m sino que alli estaban pegadas las hojas de la novela, del aquel libro que ahora..habian credio a un mas a un taminioi impensado.
Se acerco a tomar una, la quito, pero abajo habian maS...
Asustado, corri[o a la cocina, tomo los fosforos pensando que lo mejor seria quemarlo con todo lo que haya alredor.
Tomo todas las hojas, el libro que eahora pesaba varios kilos y los deeposito en la ducha, alli tiro el primer fosforo...el segundo, el tercer. Sin darse cuenta, tambien habia arrojado al fuego todos loso borradores del su propia obra, pero ya no interesaba nada, nada de nada, solamente eel fuego que acabara con su maldicion.
Cuando la ultima hoja se apago, observo que en el espejo habia quedado una hoja, un pequenio trozo de papel...
Lo tomo entre sus manos y alli leyo claramente las tres letras "FIN".
El papel fue desvaneciendose con las primeros rayos del sol quien sabiamente ilumino con mas fuerza la mesita de luz.
Observo que en su escritorio ya no estaban mas los borradores, pero en la mesita de luz habia algo nuevo: Su libro estaba terminado.


ADIVINBA QUIEN TE QUIERE MUCHO NOA.........(APARTE DE EL)...

YOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO


Mi alma se da vueltas en la cama, tiene insomnio, sera
que se dio cuenta que te has ido o solo es un resago de lo que existio.....

besOS DE GATO...


MENEA LA ENSALADA REMENEA LA ENSALADA
TQM NOA

viernes, 19 de noviembre de 2010

LAS MANOS


Él no había provocado. Cuando Cary dijo: «Eres un cobarde, un canalla, y además un mal poeta», las palabras decidieron el curso de las acciones, tal como suele ocurrir en esta vida.
Plack avanzó dos pasos hacia Cary y empezó a pegarle. Estaba bien seguro de que Cary le respondía con igual violencia, pero no sentía nada. Tan sólo sus manos que, a una velocidad prodigiosa, rematando el lanzar fulminante de los brazos, iban a dar en la nariz, en los ojos, en la boca, en las orejas, en el cuello, en el pecho, en los hombros de Cary.
Bien de frente, moviendo el torso con un balanceo rapidísimo, sin retroceder, Plack golpeaba. Sin retroceder, Plack golpeaba. Sus ojos medían de lleno la silueta del adversario. Pero aún mejor ubicaba sus propias manos; las veía bien cerradas, cumpliendo la tarea como pistones de automóvil, como cualquier cosa que cumpliera su tarea moviéndose al compás de un balanceo rapidísimo. Le pegaba a Cary, le seguía pegando, y cada vez que sus puños se hundían en una masa resbaladiza y caliente, que sin duda era la cara de Cary, él sentía el corazón lleno de júbilo.
Por fin bajó los brazos, los puso a descansar junto al cuerpo. Dijo:
—Ya tienes bastante, estúpido. Adiós.
Echó a caminar, saliendo de la sala de la Municipalidad, por el corredor que conducía lejanamente a la calle.
Plack estaba contento. Sus manos se habían portado bien. Las trajo hacia delante para admirarlas; le pareció que tanto golpear las había hinchado un poco. Sus manos se habían portado bien, qué demonios; nadie discutiría que él era capaz de boxear como cualquiera.
El corredor se extendía sumamente largo y desierto. ¿Por qué tardaba tanto en recorrerlo? Acaso el cansancio, pero se sentía liviano y sostenido por las manos invisibles de la satisfacción física. Las manos de la satisfacción física. ¿Las manos...? No existía en el mundo mano comparable a sus manos; probablemente tampoco las había tan hinchadas por el esfuerzo. Volvió a mirarlas, hamacándose como bielas o niñas en vacaciones; las sintió profundamente suyas, atadas a su ser por razones más hondas que la conexión de las muñecas. Sus dulces, sus espléndidas manos vencedoras.
Silbaba, marcando el compás con la marcha por el interminable pasillo. Todavía quedaba una gran distancia para alcanzar la puerta de salida. Pero qué importaba después de todo. En casa de Emilio se comía tarde, aunque en verdad él no iría a almorzar a casa de Emilio sino al departamento de Margie. Almorzaría con Margie, por el solo placer de decirle palabras cariñosas, y tornaría luego a cumplir la jornada vespertina. Mucho trabajo, en la Municipalidad. No bastaban todas las manos para cubrir la tarea. Las manos... Pero las suyas sí que habían estado atareadas rato antes. Pegar y pegar, vindicadoras; quizá por eso le pesaban ahora tanto. Y la calle estaba lejos, y era mediodía.
La luz de la puerta empezaba a agitarse en la atmósfera visual de Plack. Dejó de silbar; dijo: «Bliblug, bliblug, bliblug». Lindo, habla sin motivo, sin significado. Entonces fue cuando sintió que algo le arrastraba por el suelo. Algo que era más que algo; cosas suyas estaban arrastrando por el suelo.
Miró hacia abajo y vio que los dedos de sus manos arrastraban por el suelo.
Los dedos de sus manos arrastraban por el suelo. Diez sensaciones incidían en el cerebro de Plack con la colérica enunciación de las novedades repentinas. Él no lo quería creer pero era cierto. Sus manos parecían orejas de elefante africano. Gigantescas pantallas de carne arrastrando por el suelo.
A pesar del horror le dio una risa histérica. Sentía cosquillas en el dorso de los dedos; cada juntura de las baldosas le pasaba como un papel de esmeril por la piel. Quiso levantar una mano pero no pudo con ella. Cada mano debía pesar cerca de cincuenta kilos. Ni siquiera logró cerrarlas. Al imaginar los puños que habrían formado se sacudió de risa. ¡Qué manoplas! Volver junto a Cary, sigiloso y con los puños como tambores de petróleo, tender en su dirección uno de los tambores, desenrollándolo lentamente, dejando asomar las falanges, las uñas, meter a Cary dentro de la mano izquierda, sobre la palma, cubrir la palma de la mano izquierda con la palma de la mano derecha y frotar suavemente las manos, haciendo girar a Cary de un extremo a otro, como un pedazo de masa de tallarines, igual que Margie los jueves a mediodía. Hacerlo girar, silbando canciones alegres, hasta dejar a Cary más molido que una galletita vieja.
Plack alcanzaba ahora la salida. Apenas podía moverse, arrastrando las manos por el suelo. A cada irregularidad del embaldosado sentía el erizamiento furioso de sus nervios. Empezó a maldecir en voz baja, le pareció que todo se tornaba rojo, pero en algo influían los cristales de la puerta.
El problema capital era abrir la condenada puerta. Plack lo resolvió soltándole una patada y metiendo el cuerpo cuando la hoja batió hacia afuera. Con todo, las manos no le pasaban por la abertura. Poniéndose de costado quiso hacer pasar primero la mano derecha, luego la otra. No pudo hacer pasar ninguna de las dos. Pensó: «Dejarlas aquí». Lo pensó como si fuese posible, seriamente.
—Absurdo —murmuró, pero la palabra era ya como una caja vacía.
Trató de serenarse, y se dejó caer a la turca delante de la puerta; las manos le quedaron como dormidas junto a los minúsculos pies cruzados. Plack las miró atentamente; fuera del aumento no habían cambiado. La verruga del pulgar derecho, excepción hecha de que su tamaño era ahora el de un reloj despertador, mantenía el mismo bello color azul maradriático. El corte de las uñas persistía en su prolijidad (Margie). Plack respiró profundamente, técnica para serenarse; el asunto era serio. Muy serio. Lo bastante como para enloquecer a cualquiera que le ocurriese. Pero conseguía sentir de veras lo que su inteligencia le señalaba. Serio, asunto serio y grave; y sonreía al decirlo, como en un sueño. De pronto se dio cuenta de que la puerta tenía dos hojas. Enderezándose, aplicó una patada a la segunda hoja y puso la mano izquierda como tranca. Despacio, calculando con cuidado las distancias, hizo pasar poco a poco las dos manos a la calle. Se sentía aliviado, casi feliz. Lo importante ahora era irse a la esquina y tomar en seguida un ómnibus.
En la plaza las gentes lo contemplaron con horror y asombro. Plack no se afligía; mucho más raro hubiese sido que no lo contemplasen. Hizo con la cabeza, un violento gesto al conductor de un ómnibus para que detuviera el vehículo en la misma esquina. Quería trepar a él, pero sus manos pesaban demasiado y se agotó al primer esfuerzo. Retrocedió, bajo la avalancha de agudos gritos que surgían del interior del ómnibus, donde las ancianas sentadas del lado de la acera acababan de desvanecerse en serie.
Plack seguía en la calle, mirándose las manos que se le estaban llenando de basuras, de pequeñas pajas y piedrecitas de la vereda. Mala suerte con el ómnibus. ¿Acaso el tranvía...?
El tranvía se detuvo, y los pasajeros exhalaron horrendos gritos al advertir aquellas manos arrastradas en el suelo y a Plack en medio de ellas, pequeñito y pálido. Los hombres estimularon histéricamente al conductor para que arrancara sin esperar. Plack no pudo subir.
—Tomaré un taxi —murmuró, empezando lentamente a desesperarse.
Abundaban los taxis. Llamó a uno, amarillo. El taxi se detuvo como sin ganas. Había un negro en el volante.
—¡Praderas verdes! —balbuceó el negro—. ¡Qué manos!
—Abre la portezuela, bájate, tómame la mano izquierda, súbela, tómame la mano derecha, súbela, empújame para entrar en el coche, más despacio, así está bien. Ahora llévame a la calle Doce, número cuarenta setenta y cinco, y después vete al mismo infierno, negro de todos los diablos.
—¡Praderas verdes! —dijo el conductor, ya tornado al tradicional color ceniza—. ¿Seguro que esas manos son las suyas, señor?
Plack gemía en su asiento. Apenas había sitio para él: las manos ocupaban todo el piso, se desbordaban sobre el asiento. Empezaba a refrescar y Plack estornudó. Quiso instintivamente taparse la nariz con una mano y por poco se arranca el brazo. Se dejó estar, abúlico, vencido, casi feliz. Las manos le descansaban sucias y macizas en el suelo del taxi. De la verruga, golpeada contra una columna de alumbrado, brotaban algunas gordas gotas de sangre.
—Iré a casa de un médico —dijo Plack—. No puedo entrar así en casa de Margie. Por Dios, no puedo; le ocuparía todo el departamento. Iré a ver un médico; me aconsejará la amputación, yo aceptaré, es la única manera. Tengo hambre, tengo sueño.
Golpeó con la frente el cristal delantero.
—Llévame a la calle Cincuenta, número cuarenta y ocho cincuenta y seis. Consultorio del doctor September.
Después se puso tan contento ante la idea que acababa de ocurrírsele que llegó a sentir el impulso de restregarse las manos de gusto; las movió pesadamente, las dejó estar.
El negro le subió las manos hasta el consultorio del doctor. Hubo una espantosa corrida en la sala de espera cuando Plack apareció, caminando detrás de sus manos que el negro sostenía por los pulgares, sudando a mares y gimiendo.
—Llévame hasta ese sillón; así, está bien. Mete la mano en el bolsillo del saco. Tu mano, imbécil: en el bolsillo del saco; no, ése no, el otro. Más adentro, criatura, así. Saca el rollo de dinero, aparta un dólar, guárdate el vuelto y adiós.
Se desahogaba en el servicial negro, sin saber el porqué de su enojo. Una cuestión racial, acaso, claro está que sin porqués.
Ya dos enfermeras presentaban sus sonrisas veladamente pánicas para que Plack apoyara en ellas las manos. Lo arrastraron trabajosamente hasta el interior del consultorio. El doctor September era un individuo con una redonda cara de mariposa en bancarrota; vino a estrechar la mano de Plack, advirtió que el asunto demandaría ciertas forzadas evoluciones, permutó el apretón por una sonrisa.
—¿Qué lo trae por aquí, amigo Plack?
Plack lo miró con lástima.
—Nada —repuso, displicente—. Me duele el árbol genealógico. ¿Pero no ve mis manos, pedazo de facultativo?
—¡Oh, oh! —admitía September—. ¡Oh, oh, oh!
Se puso de rodillas y estuvo palpando la mano izquierda de Plack. Daba la impresión de sentirse bastante preocupado. Se puso a hacer preguntas, las habituales, que sonaban extrañamente ahora que se aplicaban al asombroso fenómeno.
—Muy raro —resumió con aire convencido—. Sumamente extraño, Plack.
—¿A usted le parece?
—Sí, es el caso más raro de mi carrera. Naturalmente, usted me permitirá tomar algunas fotografías para el museo de rarezas de Pensilvania, ¿no es cierto? Además tengo un cuñado que trabaja en The Shout, un diario silencioso y reservado. El pobre Korinkus anda bastante arruinado; me gustaría hacer algo por él. Un reportaje al hombre de las manos... digamos, de las manos extralimitadas, sería el triunfo para Korinkus. Le concederemos esa primicia, ¿no es verdad? Lo podríamos traer aquí esta misma noche.
Plack escupió con rabia. Le temblaba todo el cuerpo.
—No, no soy carne de circo —dijo oscuramente—. He venido tan sólo a que me ampute esto. Ahora mismo, entiéndalo. Pagaré lo que sea, tengo un seguro que cubre estos gastos. Por otra parte están mis amigos, que responden por mí; en cuanto sepan lo que me pasa vendrán como un solo hombre a estrecharme la... Bueno, ellos vendrán.
—Usted dispone, mi querido amigo —el doctor September miraba su reloj pulsera—. Son las tres de la tarde (y Plack se sobresaltó porque no creía que hubiese transcurrido tanto tiempo). Si lo opero ya, le tocará pasar el peor rato por la noche. ¿Esperamos a mañana? Entretanto, Korinkus...
—El peor rato lo estoy pasando ahora —dijo Plack y se llevó mentalmente las manos a la cabeza—. Opéreme, doctor, por Dios. Opéreme... ¡Le digo que me opere! ¡¡Opéreme, hombre..., no sea criminal!!... ¡¡Comprenda lo que sufro!! ¿¿Nunca le crecieron las manos, a usted..?? ¡¡¡Pues a mí, sí!!! ¡¡¡Ahí tiene...; a mí, sí!!!
Lloraba, y las lágrimas le caían impunemente por la cara y goteaban hasta perderse en las grandes arrugas de las palmas de sus manos, que descansaban boca arriba en el suelo, con el dorso en las baldosas heladas.
El doctor September estaba ahora rodeado de un diligente cuerpo de enfermeras a cuál más linda. Entre todas sentaron a Plack en un taburete y le pusieron las manos sobre una mesa de mármol. Hervían fuegos, olores fuertes se confundían en el aire. Relumbrar de aceros, de órdenes. El doctor September, enfundado en siete metros de género blanco; y lo único vivo que había en él eran sus ojos. Plack empezó a pensar en el momento terrible de la vuelta a la vida, después de la anestesia.
Lo acostaron dulcemente, de manera que las manos quedaran sobre la mesa de mármol donde se llevaría a cabo el sacrificio. El doctor September se acercó, riendo por debajo de la mascarilla.
—Korinkus vendrá a sacar fotos —dijo—. Oiga, Plack, esto es fácil. Piense en cosas alegres y su corazón no sufrirá. ¿Se despidió de sus manos? Cuando despierte... ya no estarán con usted.
Plack hizo un gesto tímido. Empezó a mirarse las manos, primero una y después otra. «Adiós, muchachitas», pensó. «Cuando estéis en el acuario de formol que os destinarán especialmente, pensad en mí. Pensad en Margie que os besaba. Pensad en Mitt cuyo pelaje acariciabais. Os perdono la mala pasada, en homenaje a la paliza que le disteis a Cary, a ese vanidoso insolente...
Habían acercado algodones a su rostro y Plack estaba empezando a sentir un olor dulce y poco agradable. Intentó una protesta pero September hizo una suave señal negativa. Entonces Plack se calló. Era mejor dejar que lo durmieran, entretenerse pensando cosas alegres. Por ejemplo, la pelea con Cary. Él no había provocado. Cuando Cary dijo: «Eres un cobarde, un canalla, y además un mal poeta», las palabras decidieron el curso de las acciones, tal como suele ocurrir en esta vida. Plack avanzó dos pasos hacia Cary y empezó a pegarle. Estaba bien seguro de que Cary le respondía con igual violencia, pero no sentía nada. Tan sólo sus manos que, a una velocidad prodigiosa, rematando el lanzarse fulminante de los brazos, iban a dar en la nariz, en los ojos, en la boca, en las orejas, en el cuello, en el pecho, en los hombros de Cary.
Lentamente, tornaba a sí mismo. Al abrir los ojos, la primera imagen que se coló en ellos fue la de Cary. Un Cary muy pálido e inquieto, que se inclinaba balbuceante sobre él.
—¡Dios mío..! Plack, viejo... Jamás pensé que iba a ocurrir una cosa así...
Plack no comprendió. ¿Cary, allí? Pensó; acaso el doctor September, en previsión de una posible gravedad posoperatoria, había avisado a los amigos. Porque, además de Cary, veía él ahora los rostros de otros empleados de la Municipalidad que se agrupaban en torno a su cuerpo tendido.
—¿Cómo estás, Plack? —preguntaba Cary, con voz estrangulada—. ¿Te... te sientes mejor?
Entonces, de manera fulminante, Plack comprendió la verdad. ¡Había soñado! ¡Había soñado! «Cary me acertó un golpe en la mandíbula, desmayándome; en mi desmayo he soñado ese horror de las manos...».
Lanzó una aguda carcajada de alivio. Una, dos, muchas carcajadas. Sus amigos lo contemplaban, con rostros todavía ansiosos y asustados.
—¡Oh, gran imbécil! —apostrofó Plack, mirando a Cary con ojos brillantes—. ¡Me venciste, pero espera a que me reponga un poco..., te voy a dar una paliza que te tendrá un año en cama...!
Alzó los brazos para dar fe de sus palabras con un gesto concluyente. Entonces sus ojos vieron los muñones.

CUENTO PARA ANTES DE DORMIR
Desgarras esta noche blanca con tus uñas de doble filo. Simplemente deslizas la mano y destruyes las quinientas noches que con tanto trabajo se han construido. Las cortas como al papel periódico,
Decides no seguir con esa farsa y decides matar al pequeño cerdo que habías estado alimentando con tanta devoción cada domingo. No hay problema, esas cuchilladas en la garganta estaban bien merecidas. Te vengaste con guante blanco.
Y caminas con las manos manchadas de sangre, repleto tu vestido de noche y el olor a sexo en la noche. No quieres voltear atrás. Te jactas, te burlas y sonríes con esos labios que tantas veces dijeron que jamás terminaría esa noche blanca. Te vas, te vas para no volver. Ahora sí es la tercera.
Y caminas con esas zapatillas, con el cabello al viento, con tus ojos en el horizonte de aquella ciudad. Sin voltear atrás. Pero tu mente en otros sitios, mares de arena y sal. Noches blancas de luna de queso, tan lácteas ellas. Con tus recuerdos en la ciudad. Sonriente de caminar pero triste de dejar atrás la vida de domingo.
Ya te fuiste y sigues aquí. Ya estás de aquel lado, pero las noches blancas han regresado a la ciudad, se quedaron para mostrarte lo equivocada que estabas. Toda esta magia, todas tus estrellas, toda tu historia se quedó en papel de servilleta del café de la ciudad. Tus ojos se fueron contigo, pero tu mirada se quedó en el coche, reflejada para siempre en el espejo retrovisor, con tu sonrisa de nostalgia y tristeza. Sabías lo que se avecinaba, sabías lo que iba a suceder. Y aún así te sumergiste en esta absurda aventura conmigo.


Empiece por romper los espejos de su casa, deje caer los brazos, mire vagamente la pared, olvídese. Cante una sola nota, escuche por dentro. Si oye (pero esto ocurrirá mucho después) algo como un paisaje sumido en el miedo, con hogueras entre las piedras, con siluetas semidesnudas en cuclillas, creo que estará bien encaminado, y lo mismo si oye un río por donde bajan barcas pintadas de amarillo y negro, si oye un sabor de pan un tacto de dedos, una sombra de caballo.
Después compre solfeos y un frac, y por favor no cante por la nariz y deje en paz a Schumann.

jueves, 18 de noviembre de 2010

INSTRUCCIONES PARA SUBIR LA ESCALERA
Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se situó un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegando en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

INSTRUCIONES PARA LLORAR

Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.


ADVERTENCIA....

Esperamos la noche para atacarlo. Éramos tres contra uno, de modo que
ganábamos; aunque Ella solía presentar resistencia. El iba armado
con el revolver a postones, y la niña con su cerbatana de pinchos, y la locura con
una honda, los bolsillos llenos de piedras. “Lo mejor es atacarlo cuando esté
orinando”, dictaminó el, nuestro líder. Abrimos de golpe la feble puerta de
la caseta donde descansabamos en la parcela, sobre un cajón, hacia un hoyo
repleto de excrementos. A la luz de la linterna de Ella, vimos a nuestra
víctima, llorando. Ella gritó: “Depravado, vienes a puro correrte la paja. ¿Te
fusilamos o tiramos al hoyo?”.
Lloriqueó la niña: que no fuéramos malos, tenía algo para ofrecernos. Nos
hizo titubear. Entonces el se llevó ambas manos al trasero para
sacarlas colmadas de mierda y ponerlas frente a el, burlándose.
Disparamos al unísono, sin hacer caso de los chillidos desgarradores,
ciertamente falsos, ella. La fetidez era tan grande que no osamos
ponerle las manos encima para tirarlo al hoyo. Al día siguiente lo vimos,
lleno de moretones y arañazos. Le habíamos dado. El le dijo, amenazante:
“Nos debes una, mujer. Reza por adelantado”. Después nos pusimos
amigablemente a jugar a las cartaz y hacer trajes para las fiestas.

martes, 16 de noviembre de 2010

Pensamiento de la Cantinflora
"Estoy armando un equipaje, en una mano llevo una maleta de arte, y en la otra una de historia, y al lado izquierdo una cantinflora de sueños"...

A caminar....aunque este empedrado...

Gracias..te quiero noa

नोया

noemi:

Ahora que la crisis es un robo y un reto
Ahora que la tisis se ceba en el pulmón
Ahora que el espeto no me falta al respeto
y el pulpo a la alemana nos predijo un ventaron.

Ahora que regresan al Palo mis canciones
Ahora que me pesa aprender a envejecer
Ahora que del mundo ya somos campeones
Ahora que la aurora no quiere amanecer

Ahora que lucimos en la roja una estrella
Ahora que extraño el bailar con tu calor
Ahora que brindamos por tenernos despiertos
Ahora que llueven mundos de dos en dos.

Ahora que las nubes se parecen a tu rostro
Ahora el infierno te a visto en camison
ahora que te miran donde antes no mirabas
ahora que la luna se acuesta con el sol

Ahora que parece tan largo el infinito
Ahora que me duermo con este mal de tos
Ahora que la muerte no viene a visitarme
Ahora que el pecado ya no habla de los dos

Vencido sin honor en más combates
que Aureliano, el menor de los Buendía,
harto de biselarle escaparates
a los charlones de la hipocresía,

Hastiado del servil dime y direte
de los que matan por calmar el flato,
tiré, por el desagüe del retrete,
los títulos, la pompa y el boato

Y, tarde, á la recherche du temps perdido,
partí, otra vez en dirección contraria
de los que están de vuelta y nunca han ido.

No me váis a creer, pero el tesoro
enterrado en la isla barataria
era silencio con pepitas de otro

jueves, 11 de noviembre de 2010

FALLASTE CORAZON CUCO SANCHEZ

Noa

No escribo canciones como quien va a la oficina. Si no se me imponen no lo hago. Pero costó mucho, porque yo pasaba por una rara y mínima felicidad doméstica, y allí las canciones que a mí me gustan, que son desesperadas, no crecen. el desamor, sin ninguna duda inspira. El amor es una cosa de maricones. La tranquilidad doméstica da otras cosas, como una cuenta bancaria y un matrimonio desapasionado, pero no da buenas canciones.

Uno espera que lo que hace sea diferente a lo anterior pero al cabo las canciones acaban pareciéndose. Uno no tiene derecho a tomarse a la ligera un oficio tan sagrado como escribir. Hay demasiada basura, demasiada banalidad. Si las canciones son malas es porque uno ya no da para más.

Si me encontrara conmigo mismo hace cinco años él me diría “sos un vendido” y yo le diría “eres un impresentable borracho”. Ese estilo de vida me permitió escribir canciones con intensidad, menos planificadas y más interesantes, por eso he tardado cuatro años en escribir lo que te escribo hoy, como ya he dicho, la tranquilidad doméstica no da buenas canciones como lo diria El sabina.

volver al sitio más razonables, ese era el plan, pequeños, humanos, pero ahora que ando en mitad de esta vida le estoy tomando mucho gusto, así que no sé si cumpliré mi palabra, la de acabar con mis venas a los cincuenta....Besos


No somos siempre nosotros el bueno,
no tienen otros la culpa de todo,
la redención mata más que el veneno,
tus mentiras ensucian mas que el lodo.

Neuras y gritos y coches y aromas,
calles y cuerpos y noches y azares,
sigue corriendo, sin puntos ni comas,
sube al infierno, baja a los altares.

Perdí mi sueldo de bombero un día,
que, por jugar a echar troncos al fuego,
quemé los muros de la patria mía.

¿cómo iba yo a saber que la hidalguía
era el pijama a rayas del talego
y la ambición un perro policía?

lunes, 1 de noviembre de 2010

Pa Panamericano Original mas Video



La original

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